La semana pasada quedé a comer con mi hermana y mi cuñado en un pequeño restaurante familiar que hay cerca de la playa de San Juan, zona en la que residimos ambas, y como mi sobrino tenía partido de fútbol primero, quedé en que nos encontraríamos en las gradas para verlo jugar y luego ir a comer todos juntos, además, al peque le hacía ilusión porque quería que le viera jugar con sus nuevas zapatillas. Se las regalé hace un par de semanas de esta tienda de botas de fútbol para niños online que me recomendó la propia madre del niño, es decir, mi hermana.
Se las regalé porque el pobre venía quejándose de que sus botas estaban echas polvo ya varios meses y como la realidad es que tenía razón y las tías estamos para consentir y mimar pues… le concedí el deseo. Sin embargo, lo que os voy a contar a continuación hizo que se me quitaran las ganas de regalarle nada más que tuviera algo que ver con ese deporte, y no por culpa del deporte en sí, sino de cómo algunos proyectan sus frustraciones en los niños y llevan esa pasión hasta el extremo.
Ambos equipos jugaban bien, como niños obviamente, pero jugaban bien. Se hacían faltas, hubo un par de penaltis, pero se notaba que los críos lo pasaban en grande y eso es lo importante. Mi sobrino me sonreía y saludaba cada dos por tres e incluso se señaló una vez las botas de fútbol para que me diera cuenta de que las llevaba puestas. Es un encanto de chaval.
La Violencia se Aprende
Sentado unos metros a nuestra derecha había un señor, de unos 45 o 50 años, que no dejaba de gritar. Hubo un par de veces en las que pensé que la vena que tanto se le marcaba en el cuello iba a explotarle pero, gracias a los dioses del olimpo, eso no ocurrió. Muchos de los espectadores, incluidas mi hermana y yo, no girábamos a menudo a verlo porque era todo un panorama el que estaba montando, a pesar de que su mujer no paraba de agarrarle del brazo para que parase de gritar y se calmara un poco.
Ya en el segundo tiempo, el hombre (que nos estaba destrozando los tímpanos a todos) se levantó como si tuviera un resorte en el culo, cuando un niño, compañero de mi sobrino, hizo una falta a un niño del equipo contrario que, casualmente, debía ser su hijo. El santo señor (por no decir otra cosa), ni corto ni perezoso, increpó primero al niño llamándolo «tarugo» y diciéndole que iba a destrozarle la pierna a su hijo y, tras esto, insultó al árbitro porque, a pesar de que pitó la falta, no sacó ninguna tarjeta. No sé si el árbitro lo escuchó o no, pero se hizo el loco, y el hombre volvió a arremeter contra el chaval que había cometido la falta llamándole «inepto» y no sé cuantas barbaridades más que no quiero recordar.
Obviamente, tanto la madre de ese pobre muchacho como otras muchas madres y padres, incluida yo que soy sólo la tía, le pedimos respeto. Si ya me parece mal este tipo de comportamiento entre adultos, lo que ya me parece el colmo es que se viertan este tipo de insultos sobre unos niños que sólo pretenden pasarlo bien jugando al fútbol. Pero el hombre, que no tenía ninguna intención de callarse, se encaró con todo aquel que le pidió que cesase en su manía de gritar y se levantó un alboroto en la grada que obligó al árbitro a parar el partido. Nadie llegó a las manos, pero poco faltó, y lo peor de todo es que los niños miraban atónitos cómo sus padres casi se lían a golpes en las gradas mientras ellos jugaban al fútbol.
Y es que las agresiones en el fútbol tienden a ser culpa de los padres. Si los niños ven ese comportamiento en sus progenitores y cómo estos defienden sus intereses a base de insultos y golpes ¿cómo pretendemos que luego ellos no tengan ese mismo comportamiento?
No puedo prohibirle, ni debo, a mi sobrino jugar al fútbol, ni tengo que dejar de comprarle regalos relacionados con ese deporte que tanto le gusta y tanto practica, pero no me gustó nada lo que vi y mi raciocinio me empuja a querer separarlo de todo aquello, lo cual es increíble porque nadie, jamás, debería llegar a esos extremos.