Después de la muerte de Zifra nuestro compañero perruno, un hermano más para nosotras y un hijo más para nuestra madre y nuestro padre, estábamos desolad@s. Nunca hubiéramos podido imaginar el sentimiento de dolor que nos iba a acompañar durante tanto tiempo. Cada vez que llegábamos a casa sentíamos que Zifra vendría a recibirnos, a lamernos la cara y a mostrarnos confiado su barriguita preciosa, pero no, desgraciadamente nunca más podría volver a hacerlo. Cada día lamentábamos en secreto el no haber pasado más tiempo con él, el haberle sacado a pasear menos tiempo del que se merecía porque teníamos mucha prisa, trabajo, clases, o habíamos quedado con alguien. Nos echábamos en cara haberle dejado en una ocasión en una residencia canina porque nos íbamos a Brasil durante un mes. Nos culpábamos de no haber podido detectar a tiempo ese cáncer que lo mato y tan común en los perros de su raza. Nos preocupaba que no hubiera sido feliz. Sabíamos que queríamos a Zifra, pero ahora éramos plenamente conscientes de lo mucho que aportaba a nuestras vidas. Zifra se había ido y ya nada volvería a ser igual.
Había pasado un año ya y seguía sin poder mirar sus fotografías, las conservaba todas, pero estratégicamente escondidas, de forma que no pudiera verlas con facilidad, aunque sabía exactamente donde se encontraban. Pensaba que con el tiempo, que dicen que lo cura todo, lograría poder recordarlo sin llorar, cuánto me equivocaba… Un día recibí la llamada de una amiga y me aconsejó adoptar otro perro, ya que, podría ayudarme a aliviar el dolor. Me sentí ofendida, Zifra es insustituible…
Han pasado ya tres años y me culpo menos, pero no le olvido. Ya no vivo con mis padres y el hecho de no vivir en la misma casa en la que tantos años y momentos compartí con mi querido Zifra, puede que haya colaborado, en buena medida, a mitigar mi dolor. Y digo mi dolor, porque si bien es cierto que mi familia ha sufrido igual que yo su perdida, también es verdad que yo lo he sabido gestionar peor. Todavía lloro al recordarle y sus fotos siguen escondidas.
Un nuevo miembro en la familia
Hace unos días mi madre y mi padre hicieron una cena en su casa para celebrar mi ascenso laboral, a la que también asistieron mi hermana, mi cuñado y mi sobrina. La idea era cenar y tomar unas copas en casa. De salir de fiesta, ni hablar, al día siguiente tenía una jornada de duro trabajo. En cuanto toqué el timbre, volvieron a aflorar mis sentimientos de tristeza, tenía muchas ganas de llorar pero no quería hacerlo, no quería que me vieran así, al fin y al cabo se trataba de una celebración. Pero de repente escuché a lo lejos unos pequeños ladridos que, poco a poco, se iban acercando hasta escucharlos muy cerca de mí, justo en la puerta. No me lo podía creer… Y cuando escucho la voz de mi padre, “calla Pichi, bonito, que es tu hermanita mayor, ahora la conocerás”… Mientras abría la puerta, no pude evitar soltar unas lagrimillas, era un cachorrillo de Bull Terrier… Tenía sentimientos confusos, encontrados, estaba contenta y a la vez triste y enfadada.
Mis padres habían decidido llevar un perro a casa aconsejados por un amigo al que habían hablado muy bien del criadero Rocabull. El responsable de este criadero concibe la venta de sus cachorros, más que como un negocio en sí, como una forma de mantener vivo su sueño, que es criar a estos maravillosos perros, a los que adora desde que a la edad de 14 años le regalaron su primer Bull Terrier, desde entonces no puede vivir sin ellos. La venta le permite subsistir como criadero y le da la posibilidad de crecer como empresa para brindar a esta raza el trabajo y la dedicación que necesita.
Al principio tenía mis dudas acerca de la moralidad del acto de comprar un animal, pero después de conocer este criadero y comprobar el amor con el que tratan a estos perros, me di cuenta de que se trataba de un criadero diferente.
Pichi no sustituye a Zifra, pero me hace muy feliz…